Hace unos años, la gestión de canales comprendía una serie de actividades interrelacionadas, cuya principal misión consistía en conectar a las empresas con su mercado objetivo mediante redes por las que fluían los productos desde su lugar de origen hacia los locales de venta o centros de consumo. En esa época se hablaba de canales de distribución.
Posteriormente, cuando además de las funciones operativas y de traslado (logísticas), los miembros del canal comenzaron a implementar acciones en pro de la impulsión de productos mediante un conjunto de innovaciones, entre ellas, las campañas compartidas de comunicaciones, comenzamos a denominarlos canales de comercialización.
Sin embargo, ambas concepciones llevaron a muchas empresas a estudiar sólo los aspectos relativos a la intermediación -como las funciones de los miembros del canal, la forma de resolver los conflictos que pudieran presentarse o las acciones compartidas de publicidad y promociones-, con lo cual se le continuaba otorgando un rol completamente pasivo al cliente, que era considerado el último eslabón de la cadena.
Posteriormente, cuando se observó que el self service, la compra paseo y la búsqueda y aprovisionamiento por Internet no eran una moda, sino un estilo que permanecía y se iba consolidando en el tiempo, las organizaciones comenzaron a prestarle mucha atención a las preferencias del cliente para lograr su satisfacción y nosotros decidimos denominarlos canales de marketing.
Ante el impacto de los cambios socioculturales, impulsados, en parte, por el avance tecnológico, las empresas comenzaron a trabajar mucho más allá de la fábrica: era necesario estudiar la conducta del cliente para lograr que éste eligiera el producto propio en un punto de ventas, esto es, para que lo visualizara rápidamente y lo pusiera en su carrito.
Por su parte, los minoristas, impulsados por el avance de sus propios competidores, se vieron obligados a ir mucho más allá de la clásica gestión del lineal y focalizaron su atención en aspectos sensoriales, como la decoración del local, el tipo de luz, la mejor forma de exhibir los productos en góndola, la música, los aromas, esto es, en todos los estímulos necesarios para que un cliente permanezca más tiempo en un local, disfrute de su compra y regrese.
Y si bien durante varios años se utilizaron elementos para generar experiencias placenteras durante la compra, algunos de ellos muy estudiados por terapias basadas en los sentidos -como la musicoterapia, la aromaterapia y la cromoterapia-, con el surgimiento del neuromarketing las investigaciones para conocer las preferencias sensoriales de las personas comenzaron a multiplicarse.
A este gran aporte se le están sumando en la actualidad los avances en la antropología de los sentidos y los de la neuropsicología. Esta última suministra el soporte explicativo de los procesos metaconcientes involucrados en la generación y construcción de significados asociados a las experiencias de compra.
En el caso del producto en sí, que al estar colocado en una góndola debe venderse solo, el gran protagonista es el packaging. Se estima que, durante el recorrido de un hipermercado, una persona pasa la vista por aproximadamente 300 artículos por minuto. Por ello, el pack debe llamar la atención y contribuir al reconocimiento de la marca. Si está mal diseñado puede convertirse en un lastre, ya que el cliente no lo ve o tiende a descartar el producto, por más que sea bueno.
En síntesis:
La aplicación del neuromarketing a la estrategia de canales es crucial para avanzar en el conocimiento sobre cómo percibimos, integramos, memorizamos y evocamos información, explorar de qué modo y en qué procesos puede intervenir la tecnología para mejorar la gestión y descubrir en qué aspectos se deberá hacer hincapié para optimizar la satisfacción del cliente.